viernes, 22 de agosto de 2014

La ventana del este


 
 
 
De un puñetazo feroz hunde las teclas de la Underwood. Se tuercen como patas de araña sorprendida. El hombre se abochorna. Acerca la mano violenta a la estufa de carbón agazapada a la izquierda de la banqueta, cerca de la pierna que más le duele.

El aire del ático congela el grafito de los lápices. Es una habitación larga y estrecha; helada en las madrugadas de mayo, humeante de calor en julio. Reorganizada para abrir un espacio habitable sin perder la función de depósito de sobrantes familiares, sigue repleta de baúles, cajas de cartón, muebles desencolados, álbumes de fotos, marcos.

El escritorio da frente a la ventana del este. La luz de una luna enorme entra por ella. Alarga la sombra del conducto de la chimenea fría que oscurece la pared del sur y rebota de un lado a otro con la alegría de un encuentro de duendes. Sobre la pared del oeste el rayo de luna alumbra las caricaturas de un padre proveedor y una madre desprendida.

El hombre reacomoda las teclas de la maquinilla con el cuidado de una tejedora que desenreda sus hilos. Abre una gaveta del escritorio, saca un forro plástico y la cubre.

Mientras se levanta sin enderezar la espalda, apoyando las manos en los bordes de la banqueta, se enamora del crujido de sus huesos. Está vivo, le asombra esa alegría intacta. La asocia con el orden de los libros. Él escribe libros porque olvida quién es cuando escribe. Ha tatuado tantas páginas que con ellas podría empapelar la fachada de la casa, los troncos de los árboles, las aceras que bordean las calles del vecindario. Si las alineara una tras otra en una vereda hacia los humedales del río Passaic y de ellas se desprendiera una balsa de letras flotantes para sortear mares, llegaría a un país que es otro planeta, ese que solo se deja empapelar en la oreja de un poeta loco o en imágenes mercantiles de plato de porcelana decorado con aguas rizadas.

Fue un ay estremecedor seguido de gemidos como aquellos que parecían brotar de las paredes de la casa vieja, situada unas cuadras al sur de la casa del ático helado en las madrugadas primaverales. En aquel tiempo, en aquella otra casa, el padre salía al pasillo y escupía una orden seca a los demonios. Gritaban por las bocas de un animal de tres cabezas: la abuela que olía a sustancias anteriores al cine y a los automóviles, incrustadas en el pelo decadente; el tío Godwin, un monstruo que se comió las cadenas y Raquel, escapada de la cama del marido para sumar su coro de voces parásitas en créole y en español a la explosión de aullidos que de pronto daban forma a un verso en francés o en el inglés vetusto del tiempo de los lagos donde se ahogaban las letras de otros poetas y los niños abortados de sus amantes. Ese inglés cristalizado en la dicción de un actor, nieto de otro actor de los años de Byron y, como una salpicadura a un tiempo deslumbrante y vulgar, en la lengua de la abuela. Cuando Raquel, la abuela y el tío soltaban sus demonios, en las iglesias de Rutherford se encerraban los hombres de Dios. Entonces la voz del padre se imponía como cuando su cuerpo, el del padre, asimilaba tortas de hormigas en las junglas nicaragüenses con el mismo estoicismo que toleraba el exceso de pimienta en la carne de res cocida con papas sobre arroz blanco y habichuelas coloradas que almorzaban puntualmente en el angosto comedor de la casa vieja. 

Aquella noche lejana el padre impartió el latigazo de una orden y las voces regresaron a la oscuridad de los cuerpos. Él no ha practicado mucho el arte del látigo, fuera del destilado inútil que supuran los rencores literarios. En cambio  es un virtuoso de la nalgadita seca. Ha asistido en miles de partos, ha sobado los culitos de miles de recién nacidos agarrados por los tobillos. Casi siempre golpea las teclas de la Underwood con nalgaditas dulces. De su voz no sale el grito autoritario del padre.

En su diario vivir, cuando escribe, porque es posible seguir escribiendo en el mundo de los animales cuando completa las rondas diarias llevando en el maletín el estetoscopio, las pinzas y las gasas, es solar como un hijo alimentado de obediencia. Años atrás ocupó el espacio del ático para pulir sus letras en el silencio de la medianoche. Y ahora, ante sus ojos, el empapelado de rayas cruzadas se ha convertido en alambre de púas.

Desfallece como se quedan mustios y blandamente asquerosos los párpados de los pollos muertos. El abismo de la locura de la madre no da señales de cerrarse. Lo persigue al lugar más alejado de la casa.

Baja la escalera estrecha, entre la pared del lado del sol naciente y la pared del cuarto de Raquel, con un paso medido que se opone al desgreño de los gritos, cuidándose de no añadir ruido, como un marido que llega tarde y no quiere que su mujer lo huela. Como si el olfato de un cuerpo que has invadido fuera un demonio resistente al jabón desinfectante de los hoteles de sábanas gastadas. Ya en el rellano del segundo piso, donde están los dormitorios, lo espera Florence cruzada de brazos, en bata y chinelas: el traje de gala de Florence. No quiere mirarla ni entrar en conversaciones sensatas con esa pizca de rabia que se muerde el rabo. No quiere mirarla y recordar que ya es el día señalado para entregar a su madre. Va al encuentro de la otra mujer de la casa.
 
Se mete de perfil en el dormitorio. Cuando sus rodillas tocan el borde de la cama de pilares la vieja se alza como la ha visto desde que era un niño: el torso enarcado, los brazos al aire, la carita sudorosa, el pelo blanco erizado. Él sabe que despertarla bruscamente le hace daño, y que una inyección de nembutal la adormecería. Despertaría atontada, más sumida en un lugar que nunca será la hoja que habitan los saludables, los humanos normales, sino boqueando en aquel pantano donde se hunde y al cual, alargando la mano hasta el cuello del hijo, pretende llevárselo. Vuelve a recordar el grito autoritario del padre, el hombre que, si no supo quererla con la vehemencia que tanta fuerza reclamaba, sí tenía una forma resistente de cuidarla y un protocolo de comportamientos domésticos. Ante el cuerpo de la madre, un conocimiento que no es tanto decisión como fascinación lo empuja hacia el método que el viejo le disputaba a las curas parlantes del Dr. Freud.
 
–¿Quién habla? ¿Quién eres?
 
Quejidos, contorsiones. Se le acerca sabiendo que una vez escuche la voz del hijo no correrá peligro de muerte. No confía en el hijo, pero al médico que hay en el hijo lo respeta. Moja en Agua de Florida el pañuelo que carga como un mecánico de automóviles en el bolsillo trasero del pantalón y se lo pasa a la vieja por las sienes. Ella manotea su rechazo, él aprieta el pañuelo, dejando caer una gotita del perfume en los ojos desorbitados con una delicadeza cruel que lo compensa un poco de estar atado a los caminos del infierno. 
 
La vieja grita su espanto de ojos lastimados. Él le refresca las sienes con el pañuelo. Acerca una oreja. Cree escuchar la palabra casa. A veces piensa que ya es imposible recibir una imagen viva de aquel cuerpo contemporáneo del nacimiento de la poesía moderna.
 
Escuchar y ver son hábitos. Y apuntar. Suele llevar los bolsillos llenos de papeles. El padre de Florence le regalaba resmas de papel donde imprimir sus libros, pero este tesoro de papelitos es solo suyo. Echar a la basura un papelito equivale a despreciar a los humildes. Por más que los hubieran destinado a la esclavitud de los recibos, al dorso estaban en blanco. El dorso puede ser tabla de salvación. Un dorso en blanco puede salvarle la vida a un poema. Incluso prefería anotar en papelitos abocados a la basura. Le parece demasiado solemne el cuaderno de apuntes, casi tan almidonado como T. S. Eliot, el poeta que ha detestado con  lealtad de enemigo. Esos cuadernos que le regalaban sus pacientes, esos que solo usaba cuando se encontraba fuera de casa representando el papel de poeta.
 
Desde que la vieja se volvió más huraña, al regreso de aquel verano en la costa, se perdieron las máscaras de la palabra. Desde las cartas que se habían cruzado antes de la muerte del padre, cuando él era un pobre estudiante de medicina y ella una mujer todavía deseosa, no habían cambiado los roles. Él se dedicaba a consolarla con descripciones apresuradas del día y declaraciones de que estaba dispuesto a ser, más que hijo, hermano y amante. Ella se dedicaba a dejarse adorar y a expresar que el mundo, salvo París y algunos parajes de Mayagüez, era una porquería. Pero años después la mano temblorosa de la madre solo servía para pedir dinero con que pagar los impuestos, pagarle al carpintero y encargarle remedios con nombres de botica. Pies hinchados, sordera. Rota la corriente brava de palabras el médico y su madre se enfrentan como dos barajas en un páramo. Cuadradas, unidimensionales.
 
Él sabe de palabras, él no cesa de intentar consolarla con palabras. Su aprendizaje fue aquella casa de voces dolientes. Pero las madres no necesitan que los hijos hablen. A las madres no les interesa escuchar a sus hijos. La madre sabe que los hijos no son del padre. Los hijos son suyos. Si son varones alargan el dominio de ella, porque el padre ausente no tiene más dominio sobre sus hijos que el otorgado por la madre. El médico reconoce, a veces, en sus propios desamparos, que siempre fue el hijo de las mujeres de la familia. A la madre ni siquiera le interesaba que el hijo conservara sus palabras. Solo quería seducirlo, arrebatárselo a las artimañas de la otra seductora de la familia. La abuela. La madre sabe lo que se trae entre manos el hijo. Una trampa. El hijo quiere escribirla, no porque la quiera, eso siente la madre, sino para poder quererla. Porque el hijo solo quiere lo que le sale de los dedos a las teclas. El destilado de su insufrible vanidad de optimista.
 
Se sienta en el borde de la cama, acaricia el pelo de la vieja, mira hacia el esqueleto gris del arce del jardín. La luna llena ilumina sus ramas. La madre solloza, habla con los ojos cerrados. Podría maldecirlo como maldicen otras madres a los hijos crueles. Pero Raquel no es capaz de olvidar el empaque de su dama interior. En un escenario teatral no sabría interpretar la fragilidad de una desvalida común. Es una reina expulsada de su reino y sabe cómo pesar cada palabra con una intensidad que la poesía del hijo envidia. Recoges mis palabras como si fueran muestras de excreta, le dice la vieja, que ha liberado en su locura senil un sentido grotesco de la vida. Y lo mira con los ojos bien abiertos, sin parpadear, con la esclerótica dominando el centro del terror, con aquel desprecio que le mostraba de niño, ante sus insuficiencias. Cuando él se le acerca a tomarle el pulso, ella se levanta sin esfuerzo y le planta en el oído un beso ruidoso y frío.

 
Entonces la inyecta. Despertará tarde, a las diez, cuando él se tome un receso de sus pacientes para subirle el desayuno y las medicinas. Desayunaría solo con Floss, quien entendería que el tema de la madre no forma parte del cereal y las ciruelas frías, de las citas, de los pacientes, de la limpieza de la casa, de la decisión inaplazable. Porque ese mismo día entregará a su madre cuando los del asilo vengan a buscarla. Regresa al ático y escribe: Gracias a dios por la poesía viva. Es el único motivo de satisfacción.
 
En la calma loca no es posible escribir más. El aire no circula. Se siente niño en el refugio del ático. Le avergüenza, como en otros momentos de debilidad, la ambientación pueril. La idea de morirse de repente, sin antes recoger sus juguetes. Ha decorado las paredes con cartulinas: avisos de exposiciones, tarjetas postales con vistas de París o del campo inglés, enviadas por el poeta loco –¡cabrón, aquí es donde tendrías que estar!- . El poeta loco nunca tuvo problemas de identidad con su nombre. Era hijo de una millonaria y de un aventurero. Ezra Pound. En el apellido llevaba la raza. En cambio, ¿qué raza lleva el nombre de William Carlos?
 
El ático es el lugar de la locura femenina, pero para William Carlos, que es mujer solo en parte, es la habitación propia que rescató y mantiene gracias a su trabajo. Mientras él escribe sus hijos combaten con nazis, fascistas y japoneses. Matan para dejar de matar. Abre la ventana que da al jardín, se consuela saludando las ramas altas del arce, respira el aire frío. Se toma el pulso. Ya es tarde para alargar la parte negra del día en los comienzos del siguiente. Se acuesta en el piso, mirando el árbol. Era joven cuando compraron la casa y aún se ve menos gastado que él, porque no se enfrenta con la misma urgencia al placer y al espanto.
 
Desde aquellas noches fue la poesía de Carlos. Nació vestida de terrores. Le ha costado, cuando escribe, deshacerse de esa carga de palabras. También ha pagado el precio de la compasión que le inspira la música de las palabras débiles, como esos gatitos enfermos que exigen la vida que no merecen. Anota palabras, no podría dar un paso sin llevarlas a la tinta. Desconfía de la facilidad, desconfía del oído hecho a la medida de la voz del padre. Persigue una poesía que no se contenta con ser lo radicalmente hermosa que es, como si el cuerpo más agraciado del mundo no se resignara a la belleza y prefiriera vestir andrajos.
 
Él no quisiera saberlo, pero sabe que la madre, ese cuerpo desordenado por los espíritus, también es lo más cercano al contacto poético, el olor a mortaja que despiden ella y los apuntes secos.
 
Carlos se propuso anotar las voces de cuanto le rodea: de las casas de los pobres en sus cortinas, pisos sucios, vasos rotos, olores e infamias; de las flores cuyo suelo nutricio ha visto desaparecer ahogado por desperdicios industriales que tiñen el río de colores venenosos, a lo largo de una vida que ha tenido el pie del nacimiento por allá lejos, cuando no existían ni la luz eléctrica en cada hogar ni los automóviles que ahora lo transportan casi a la velocidad con que lo invaden las palabras. Pero hay voces invencibles y también ha sabido dejarlas en paz, como a veces decide no recomendar cirugía a un viejo incurable. La poesía nueva es antigua, dice incorporándose con alivio y volviendo a sentarse en la silla, volviendo a desenfundar la maquinilla. Coloca los codos en el escritorio y la barbilla en las manos cruzadas. Te engañas si crees que no podrás escribir una línea más.
 
 

(Del primer capítulo de Raquel en Rutherford, novela inédita)

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