sábado, 13 de septiembre de 2014

Cristales


para Viviana Paletta y Javier Sáez de Ibarra
Yes Mrs. Williams, el volumen de testimonios  hilvanados con bochinches que William Carlos Williams escuchó de boca de Raquel no forma parte de canon alguno, aunque en una de las cartas que escribió el poeta comenta que la biografía de su madre será su libro más importante. Fue uno de los más difíciles. Williams tardó décadas en entrar y salir del manuscrito. Lo publicó con señales de obra inconclusa en las postrimerías de su vida, diez años después de la muerte de Raquel, cuando la muerte propia era su perseguidora cercana. El libro, casi póstumo, no es alimento para lectores que no toleren bien el blood sausage ni la voz de una mujer que hablaba un inglés quebrado y era tan capaz de improvisaciones dispersas como el hijo. Son los recuerdos de una criolla mayagüezana, de su familia de comerciantes y diletantes, de sus esclavos, de París. De pobreza y de condesas. Apuntes, notas sueltas, comentarios traducidos desaliñadamente. Palabras mal oídas. La historia de un lado del  origen del poeta que dedicó sus versos más célebres a una ciruela y a una carretilla roja.
Carlos escuchaba la palabra Mayagüez con la distancia que merece el sonido impronunciable y quizás con un poco de vergüenza. De Mayagüez no tenía por qué saber lo que registran los documentos: la venta allí del bergantín Wissahickon, con matrícula en Nueva York, encallado en aguas caribes, declarado inservible y vendido en subasta pública en 1852. Si lo hubiera sabido quizás hubiera escrito la novela del bergantín. Tampoco llegó a leer el hijo en sus 79 años de vida el “Informe sobre el guano”, redactado en 1856 por George Latimer, cónsul de Estados Unidos en Puerto Rico. No tenía por qué haber leído los 290 despachos originados en el consulado de  Mayagüez.  Ni saber que Mayagüez era aduana de primera clase, aunque sí le hubieran interesado los intercambios incesantes entre islas e imperios en un mundo menos cerrado de fronteras.
En cambio nada se le dio a conocer con más claridad que el Mayagüez del oído que ninguna historia escrita recoge. Lo transcribió con tozudez de hormiga, él, que traducía del chino sin saber chino. Lo copió sin borrar pistas, para que alguien, acercándose a las letras con el oído luminoso para las texturas, diera algún día con ellas. Alguien que borre la transparencia de los fantasmas, un ojo que pueda captar las ondas que se le escapan al ojo humano,  para poder ver lo que Raquel le dio a ver: el día que ella y su madre, con discreción de aristócratas blancas, se bañaron en una quebrada espumosa. Batiendo el agua con las manos, cubrieron de gotas cristalinas las hojas del maguey.
Raquel es la guía y el hijo su copista díscolo. En cada línea del poeta se lee la tenacidad del hombre que cae, se levanta y vuelve a empujar cuesta arriba el peso de una existencia laboriosa.
Recuerdos propios y ajenos. Una evocación del más parisino de los músicos puertorriqueños: Manuel Tavárez (Carlos transcribe el apellido así: Tamares). Tavárez nació en San Juan en 1843. Era graduado del conservatorio de París, sufrió un derrame que interrumpió su carrera, compuso aires melancólicos. El recuerdo de Raquel se originó en algún comentario pronunciado al vuelo por una boca irrecuperable en cualquier tertulia, o en el inagotable anecdotario de su hermano Carlos. Resistió las marejadas de la migración y la ceguera de su portadora. Fue escuchado y escrito un siglo después en la casa de 9 Ridge Road. Encuentra un párrafo en esta novela, cuya existencia no le hubiera pasado por la mente a William Carlos Williams.
Tavárez frecuentaba el taller de un zapatero donde se reunían cinco varones musicales que imitaban instrumentos de orquesta. El quinteto inventaba melodías. Tavárez las apuntaba y acicalaba a la manera de un estudiante de Auber y D´Albert antes de incrustarlas como lentejuelas en sus danzas de concierto.
Mayagüez, uno de los puertos privilegiados de las Antillas, rehace su historia entre cataclismos: el “fuego grande” de 1841, el maremoto de 1918, el delirio caricaturesco del progreso que convierte la casa materna en estorbo público. Cuenta Raquel de la cantidad de alemanes que vivían en una pensión para solteros. Recuerda los piropos de los soldados españoles y el carácter nervioso de los franceses que saltaban en sus sillas de contables como si se hubieran tragado un ají picante, o frijoles saltarines o un circo de pulgas. Remember them my child? Del piano donde Raquel aprendió música  lo más memorable, además de que sobre sus marfiles habían volado los dedos de Gottschalk, eran dos sencillos candelabros de plata que denotaban la posición social de la familia. Carlos el poeta no lo sabe. Carlos no supo que ciertos sabores de su Mrs. Williams se pierden para quien no se sienta animal exótico en los umbrales del bestiario de especies extintas. O puertorriqueña viva en 2014. El regalo oscuro de un poeta que lo publicó a regañadientes, para completar los oficios de la difunta conserva unas débiles claves centenarias de una ciudad que no divulgó sus referencias ni tuvo contemplaciones al momento de extirpar los barrios y las casas que no armonizaran con las metas del crecimiento  veloz. 
Olores y sabores. Tan punzantes las morcillas de Christophine como la pulpa del mango que Raquel devora haciendo muecas de monita en el patio trasero de Mayagüez, tan cercano al mar que huele a mar.
En Rutherford el agua es dulce, pero el olor a mar deposita sus cristales en el vuelo de los pájaros. El París de las reproducciones de pinturas de Carolus-Duran y Caillebotte que forran las paredes del dormitorio de Raquel, en la casa del hijo, se empaña de polvos salinos.
Raquel sabe cómo fabricar cristales. Basta introducir un hilo en una solución. Unas criaturas muertas que se asemejan en su movimiento a los organismos vivos se le van adhiriendo.


2 comentarios:

Gloria dijo...

Ojalá llegue pronto. Quiero conocer ya esos personajes y seguirte en tus averiguaciones sobre Mayagüez.

joaquin ruano dijo...

qué buena pinta, marta! :-)

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