domingo, 28 de diciembre de 2014

¿Cómo se llaman?





Las flores, el deseo de decirlas. El iris azul que al principio fue un perfume sin origen reconocible, hasta que un color cortó en seco la respiración y el poema. El sol del crisantemo se desploma de insignificancia. Y la flor suya, la flor de la acacia rosa, una verdadera maleza, tan pequeña y desprovista de encantos como la flor del guisante. Ni arrancándola de raíz desaparece. De un rizoma sale la pujanza. Así mismo él y su madre se niegan a ser cadáveres.

Un autor no debe, jamás, serle infiel a su obra. Menospreciar su obra es menospreciar la vida del poeta. La poesía le marcó los límites del placer. Todo lo hizo poesía. Si su obra no sirve le espera una agonía espantosa, la despedida de la única vida que tuvo y no vivió por entregarse a los sonidos huecos de la poesía inservible. Él ve las flores. No las asocia con nada, no se pone a escribir metáforas. La flor es un abordaje, un punto de partida donde injerta las estaciones, el aire, el lápiz, las labores subterráneas. No son metáforas. La imaginación no se alimenta de metáforas. La imaginación es la única medida de la realidad. El asfódelo, por ejemplo es una flor con cara de mujer barbuda. Esa mujer existe, la flor no es una metáfora. Todo está en todo desde siempre. La flor, el descenso y la salida de los infiernos son palabras, dividen. La imaginación las mueve. Las acerca.

Esa flor impresiona por su vitalidad. La vieron en Suiza, justo antes de que se les revelara la montaña cubierta de nieve fresca. Floss sintió lástima por la áspera poseedora del nombre flor. Mientras desayunaban en la estación de Brig, rumbo a Florencia y él llenaba una tarjeta postal a la madre que decoró con la silueta del asfódelo, Floss, la mujer sin atributos, la mula blanca, la pequeña Floss, abrió el bulto grande donde guardaba las agujas de tejer, las gafas, los guantes y el dinero de ambos y sacó la plantita arrancada de raíz con todo y flor verde. Él no se molestó en preguntarle cómo pretendía que esa pobre llegara a Rutherford. Confiaba en Floss, la indócil que sin él hubiera florecido de otra manera, como esas mujeres de cuya inquietante sexualidad él podía dar fe.

El asfódelo vive todavía, aunque ya no florece. Se prolonga en sus hijas. La mata original se paseó en el bulto por Florencia, Roma, París. Luego cruzó el Atlántico y estuvo a punto de morir cuando Raquel la miró con sorna de suegra imperiosa. ¿Qué matita es esa tan fea, querida?  ¿Cómo se llaman esas enredaderas parásitas, madre, que invaden el patio de tu casa con barbas y espinas que destruyen la corteza de los árboles, esas guerreras  que los devoran? Del pueblo que le niega los nombres de sus árboles, que lo acoge con candados mohosos y planos nuevos no saldrá el poema ni la conclusión de Yes Mrs. Williams.
 
 
 

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