domingo, 13 de marzo de 2016

Alice



El de 2015 fue, en el norte, un otoño con temperaturas casi tropicales. Caminé por la ciudad desconocida sin sentido de las distancias. Al dibujar sobre un mapa la ruta de mis pasos vi unas formas parecidas a dos constelaciones, la Osa Mayor y la Osa Menor. Supongo que esos patrones son engañosos; de algún truco hay que servirse para poder contar la historia que se desea cuando el rastro mismo de la pesquisa es lo que va dibujando su figura.

Entrar en la historia del Boston de los “merchant princes” es casi adivinar la combinación de una vieja caja fuerte. Los nombres que llevaba conmigo desde Puerto Rico no les dicen gran cosa a quienes se interesan en la historia de la isla, las tramas del ejército invasor y sus agentes empresariales: William Sturgis Hooper Lothrop, Francis Dumaresq, John Dandridge Henley Luce, Henry de Ford. Nombres que son solo sonidos fuera del espacio bostoniano, estrecho, aunque cruzado con más conexiones remotas que un tejido nervioso.

Alice Bacon Lothrop era la esposa de Sturgis Lothrop, uno de los agentes bostonianos que llegaron con las fuerzas invasoras en 1898. Sturgis viajó como miembro de la llamada Comisión de Paz, en un barco del ejército de Estados Unidos, y fue uno de los primeros civiles que pisaron el territorio. Compartió el transporte, según el testimonio de una parienta, con los funcionarios del US Post Office que sustituyeron las estampillas españolas por estampillas de Estados Unidos.

Di con un retrato de Alice pintado por Frank Weston en 1891, un año antes del matrimonio de la muchacha. Sutil retratista de mujeres, Weston pintó varias veces a sus propias hijas,  vestidas con trajes desbordantes de encajes, portadoras de parasoles translúcidos, tan hambrientos de sol que en uno de ellos, La lectora, las páginas del libro están en blanco, la tinta devorada por la luz.

El retrato de Alice es de escaparate, pero no hubiera podido enfrentarme al misterio de la joven casadera sin la extraña fortuna de encontrar en la red un libro: la edición, limitada en sus orígenes y ahora universal, de las memorias de la madre de Alice.  Con sus ojos color caramelo, Alice dejó algunas miradas en el litoral de la carretera 3, como las que de niña dedicaba, entre edredones, a un remedio que le salvó la vida para que años después pudiera ver el mar. 

El mundo de los niños quedaba entonces más cerca de las tribulaciones de los viejos. El mundo de los niños ricos tenía un poco más de aire que el de los niños de las obreras y de las prostitutas, pero seguía siendo escaso el aire. La niña era una mujer en miniatura, sometida a obligaciones dolorosas. Cuando alguien se enfermaba en una casa de burgueses, las paredes se saturaban con los vapores de las medicinas malolientes. Una casa era la gruta del bienestar en las cenas familiares, olorosas a  panes y budines de ciruela encendidos en ron. Pero antes de las fiestas se torturaba a los niños rizándoles el pelo con papelillos, según cuenta en su libro la madre de Alice. Aunque ella no lo escribe, más poderosos serían otros ambientes: los remedios caseros, las habitaciones frías, los partos de la madre, el nacimiento de los hermanitos en aguas sangrientas, las paredes ahumadas, las velas que irradiaban luz rodeada de tinieblas.

Los niños enfermaban de tuberculosis, ardían de fiebre escarlatina o tifoidea.  La vida no les alcanzaba para buscar el sol del Caribe y morir en Cuba, en Santo Domingo, en Santa Cruz o en Puerto Rico, al igual que tantos bostonianos jóvenes.

Alice fue una de dos hijas de un matrimonio que, a juzgar por el silencio de la señora sobre su marido, el banquero Francis Bacon, se pautó y vivió sin entusiasmo. Al finalizar la Guerra Civil, los Bacon vivían en una casa flanqueada por dos caserones más grandes, de cuyos tejados altos y empinados bajaban corrientes de humo que se colaban por las chimeneas de la casa de los Bacon y les viciaban el aire.  La niña Alice, que a los cinco años era más inquieta que la mayoría de los infantes tísicos de las primeras familias, resbaló en la superficie de una charca congelada que se había formado en un solar vacante. Un aparente resfrío le provocó fiebres. El médico de la familia le diagnosticó una enfermedad más abundante que la luz: fiebre reumática. Cuenta la madre de Alice que la medicaron con un milagroso remedio “recién descubierto”: ácido salícico.

Aspirina.

Miss Bacon fue una de las primeras enfermas a quienes se administró la droga experimental. La historia de su caso y de la milagrosa aspirina se publicó en una revista científica, lo que brindó a la niña, continúa la madre, “mucho placer y deleite”. Pronto se recuperó y pasaba los días en el cuarto de los niños que se hacían jóvenes en torno a un Steinway vertical. Alice tocaba el violín y acompañaba a su hermano, cuando no practicaba, continúa la madre, su afición al baile.

El domingo de mi viaje a Boston, me detuve unos minutos frente a su última casa, la que compró cuando se casó su hijo menor. Yo había pasado dos veces frente a esa casa, que constaba en mis apuntes como uno de los destinos del viaje. La primera vez, el primer día, mi primera tarde en la ciudad, me urgía llegar al archivo del Ateneo, que se encuentra en lo más alto de la larga  y escarpada calle Beacon. El tiempo fragmentado por las tareas calendarizadas. La visión de túnel de una caminante cansada, que lleva en la cabeza el enjambre de sus ideas solitarias. Que tiene dos horas para revisar unos documentos solicitados meses antes. Ese día anduve frente a la casa sin saberlo. Hoy, cuando escribo la primera versión de este pasaje, recupero una casa animada que me vio pasar con alguno de sus ocho ojos abiertos. Mi presencia pudo ser la gota de agua capaz de colmar un vaso, o una gota más en un mar: insignificante. Una mañana de domingo, con apenas una hora antes de un encuentro con amigos, salí a buscar la casa. 

(Párrafos del libro que estoy escribiendo, sobre la Carretera 3). 

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